Más de dos horas habían transcurrido. Durante toda la reunión sintió desnudez. De vez en cuando bajaba la mirada para reconfirmarse vestida. Llegó a casa temprano; todavía era de mañana. Se sirvió un delicioso jugo frío y se sentó frente a la televisión con la bebida en la mano.
Todavía se sentía desnuda, era una sensación incómoda que la desestabilizaba. No entendía qué podía ser.
Sintió que una parte de su dedo le dolía, como si el frío del vaso le invadiera los huesos. Miró su mano y se percató del funesto acontecimiento. Sí estaba desnuda: no llevaba su argolla de matrimonio.
Comenzó a buscar su alianza por toda la casa, cajón por cajón. Era imposible que se le hubiera refundido, el orden de su casa era impecable, tanto como su vida.
Veinte años atrás se había casado. Él era un buen marido, la quería y se llevaban bien. No fue un matrimonio arreglado por sus padres pero sí por conveniencia.
La búsqueda había resultado infructuosa. Eran más de las dos y ya era tarde para todo. El celular registraba 20 llamadas perdidas de Nora, su secretaria. Se detuvo para hacer memoria. Pese a todo, no lograba recordar cuándo perdió el anillo.
Respiraba con dificultad, le dolía la mándibula inferior, la lengua. Su frente sudaba, tenía parte de la blusa por fuera de la falda beige, el cabello alborotado. Sí, la angustia era su peor enemiga, su principal miedo.
El secreté, quizás ahí estaba, en el secreté. Cajón por cajón, cosa por cosa y la argolla no aparecía.
Nunca aparecería. Se sentó, agotada y llena de frustración. Sólo podía ser un mal augurio, uno de esos presentimientos que no tienen nada bueno.
Se dejó caer sobre el desorden, el primer desorden de su casa; ropa, zapatos, maquillaje, carteras. Poco a poco, su mirada tibia se esfumó, sus ojos veían el vacío. La venció el temor y allí, sentada, muy quieta, dejó de respirar.
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