Las funerarias son lugares tristes, más cuando alguien de nuestro corazón deja de vivir. Sin embargo, los velorios pueden ser momentos de reencuentro, de remembranza de ese pasado que por más lejos que lo pongamos, siempre ronda nuestra mente.
Poco a poco, los viejos amigos, los sutilmente conocidos, se dan cita en un lugar inhóspito. Allí, en las salas amobladas con sillas de cuero arrugado por el uso, en los pisos de mármol helado, se congregan quienes lo conocieron, en sus años mozos, en su pasado más cercano, en persona o por los medios de comunicación.
Durante el día llegaron coronas de flores, atravesadas por cintas blancas con el nombre de los remitentes. Sí, ellos no vienen pero los ramos hacen acto de presencia en su reemplazo. Las flores forman una ronda alrededor del cajón de madera vinotinto, mientras un Cristo en vitral vela por el alma que se va, que se fue.
Llegan los curiosos, aquellos que nunca tuvieron la oportunidad de verle en persona, pero que con su voz, grabada o en vivo, amenizaba sus fiestas en la juventud. Toman fotos del cajón, de la sala, de los presentes. Los velorios son democráticos.

Otrora, tomar fotografías de un velorio hubiese sido una profanación de algo que se tiene como sagrado. Pero hoy, la tecnología también participa de la muerte.
Poco a poco se van formando pequeños grupos. Se saludan; hace tiempo que no se veían. Es la oportunidad de darse el abrazo, aunque cada gesto y palabra es medido y la voz suena en tono recatado. Las sonrisas son pequeñas, similares a las muecas. Cada quien hace todo lo posible por mantener la prudencia que hace verdaderos sabios; estrechan sus manos con delicadeza, y luego del saludo, bajan la cabeza como símbolo de pesadumbre.
Es una paradoja. La muerte como el nacimiento son eventos que nos reunen y están llenos de emotividad. Más los velorios llevan a reflexiones más duras y riesgosas. Más cerca de la muerte, del fin, del se acabó.
Para algunos, la reflexión les produce temblor en sus piernas. Al pasar de los años, se van enterrando los amigos. Hace treinta o cuarenta años, la preocupación era porque los amigos se casaban y ellos, los que miran de reojo la cama final con tapa, seguían solteros.
Los amigos del alma también hacen presencia y es extraño darse cuenta que ellos continuaron viviendo en su época dorada de juventud. Su andar, peinado y modo de vestir no tienen modificaciones con respecto a treinta años atrás. Personajes melancólicos poseídos por un pasado que es presente.
Muy pocos comentan sobre la vida de quien nos dejó; otros comentan sobre la última vez que lo vieron y sólo una persona se anima a decir que prefiere no verlo comenzando su sueño eterno porque prefiere guardar el mejor recuerdo.
Su voz seguirá resonando, porque su música era pegajosa y alcanzaba a deleitar los gustos extravagantes de las generaciones actuales. Las melodías llenas de sabores y colores, de historias de amor y galanteos entre hombres y mujeres, son imborrables.
El hombre se muere, pero nos deja algo más que su recuerdo y la marca de esos años maravillosos que lo acompañaron hasta su último latido.
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