Se detuvo frente a la vitrina. Pasmado, mientras sus ojos recorrián con máximo cuidado la textura de la tela que cubría las piernas frías del maniquí. El pantalón le gustaba. Era gris pero brillaba dándole un toque de sobriedad a quien lo portara.
Entró al almacen sin dudarlo, buscando con ansiedad su objeto de deseo. Un vendedor se le acercó y antes de que éste pudiera sacar su fórmula habitual alcanzó a decir: "Quiero el pantalón gris de la vitrina, en 32".
El vendedor, complacido por la determinación de su cliente -significaba una compra segura y por ende una comisión- lo dirigió hacia el fondo. Hugo retiró del gancho el pantalón que se deslizó con placer. Luego, le indicó el vestidor.
Aunque no era una boutique de lujo cada vestidor era bastante amplio. Tenía un tamaño pensado para alguien que quiere probarse la prendas sin golpearse los codos al cambiarse. Además había un pequeño divan contra una de las paredes.
Galván se abotonó el pantalón mientras disfrutaba del roce frío de la tela contra sus piernas. Le parecía increíble que con un cambio tan pequeño pudiera verse más esbelto y elegante. Permaneció un par de minutos contemplándose como Narciso, antes de que Hugo, el vendedor, le preguntara si todo estaba bien.
Galván salió del vestidor y el vendedor le tomó el largo: 117 cm con la bota lisa. Era la primera vez que se compraba un pantalón. Su clóset siempre había sido la ropa que sus hermanos mayores le heredaban. Eso hasta el día de hoy.
Mañana en la tarde podía pasar por él. Galván salió del almacén sintiendo como si le hiciera falta una parte de sí mismo. En ese instante sonó la alarma de su celular, tenía que verse con Marina. A pesar de su desdén por la tecnología, decidió que su memoria poco efectiva podía compensarla con la agenda del teléfono. Era tiempo de cambio.
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