lunes, 16 de febrero de 2009

Marina II

Los dos caminaban por las calles sin decirse nada. Habían derramado su deseo por toda la ciudad. Frecuentaban lugares sórdidos, se subían por los puentes sobre el río, para ver la ciudad con el peligro adentro. Hacía algunos días, sentados en un banco de una pequeña plaza había visto caer de un quinto piso a una mujer. Marina caminó hacia ella por curiosidad sin el ánimo de brindarle ayuda alguna. Y se quedó inmóvil, con los ojos bien abiertos, viendo cómo la sangre formaba un tapete con la silhueta de la desconocida.

Galván no osó acercarse. La escena le desagradaba. La muerte lo dejaba en blanco y le producía un asco absoluto. Le parecieron repulsivas la escena y la avidez de Marina por la sangre. Casi con los ojos cerrados, la sacó de allí tomándola por los hombros.

El quería cambiar de ideas pero ella le insistió en que la muerte le daba hambre. Muy a su pesar, Galván accedió a llevarla a un restaurante italiano. Elle ordenó un plato de espaguettis a la napolitana y una copa de vino tinto. Galván escasamente pidió un poco de agua fría.

Desde que la conoció, él nunca pudo entender esa fascinación que ella tenía por los muertos. Siempre recordaba la sgunda vez que se vieron. El con la ilusión de tenerla cerca, ella jugaba a esquivar sus besos, mientras que lo conducía a un sórdido lugar donde practicaban autopsias.

Ambos observaban, en la clandestinidad de un hueco en el techo de un sótano, los cuerpos de mujeres de pieles blancas que eran abiertas por la mitad con una precisión geométrica. Cada órgano era sacado de los cuerpos y puestos en una bandeja de aluminio, luego de ser pesados.

Marina adoraba el carmesí del corazón y le confesó a Galván su deseo de sentir su textura entre las manos, apretujándolo con placer.

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