Galván quitó el brazo de Marina sobre su pecho. Por un instante se incorporó y se le quedó viendo. Cuando dormía era un alma en paz, un descanso para un cuerpo demasiado nervioso. Parecía una mujer en coma, una fatalidad que había incrementado su belleza: el cabello sobre la almohada y la nariz hacia el techo.
Así quería recordarla. Esa noche y el día del paseo a la feria de antiguedades, un domingo. Ambos terminaron comprando los objetos más absurdos: una bacinilla antigua y él una herradura, sin objeto de superstición.
Ahora la historia llegaba a su fin. Galván estaba cansado de la mujer excéntrica a pesar de su sonrisa y de su cabello y de los pequeños detalles. Quería a alguien normal o banal, con una voz más estridente. Era tiempo de cambiar, de tener otro perfume en las camisas y otro pelo que acariciar.
Sin embargo, sabía que el rompimiento sería un evento devastador. Pero no quería más a esa intrusa en su casa, ni en su sofá-cama. Detestaba meditar tanto en decisiones de esta índole. Tomó una copa de vino que llenó burdamente. Abrió la ventana de la habitación. El viento entró y heló los hombros de Marina.
Ella a penas pudo abrir los ojos cuando vio que Galván le lanzó contra su rostro la camisa y le dijo:"vístete y sal".
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