Un olor a sangre comenzo a invahir la ciudad. Era como una peste que se extendia y penetraba en las fosas nasales de todo ser con nariz, para quedarse. Las autoridades tuvieron que elevar el nivel de alerta, llamaron a los bomberos, la policia y la defensa civil. Todos estaban listos antes cualquier eventualidad.
Las calles se volvieron un caos y para muchos el solo hecho de salir de sus casas era un sacrificio mayor. No quiere decir que el olor no estaba en las casas; el olor estaba en todas partes. Pero era menos fuerte.
Afuera, los vendedores de incienso hacian su agosto. Ellos, que no vendian sino una media docena de inciensos en toda una jornada, se veian a gatas para satisfacer la demanda. Incluso, estaban pensando unirse para que algunos de ellos fueran a un pais vecino y surtir el mercado local.
El problema no era el olor en si, a pesar de su desagrado. El problema era que la gente no soportaba el olor porque en seguida lo asociaban a muerte, les recordaba los dolores mas intensos y los momentos mas tristes e inoportunos de sus existencias. La impresion era tal, que provocaba mas de un vomito en lugares publicos y cerrados, la concentracion en el transporte publico era de las mas insoportables.
El trabajo de quienes realizan el aseo de buses, metros y taxis se triplico en pocos dias. Tanto asi, que, la empresa de transportes decidio tener un aseador cada dos o tres estaciones.
Galvan estaba sentada en su escritorio la manana en la que empezo todo. Trataba de leer algo sobre la pantalla, pero su cerebro bailaba entre pensamientos confusos y canciones. Parecia muy concentrado en su lectura, diccionario a la mano, hasta que se reincorporo sobre su asiento, en una especie de saltito burlesco. Nadie lo miraba.
Olia a sangre. Su primer reflejo fue respirar y pensar que debia ir al bano. Pero ese desplazamiento debia hacerlo de manera habil, pues siempre es una verguenza y llama la atencion cuando a uno le sale sangre por la nariz.
Se palpo cuidadosamente la nariz, pero vio que nada brotaba. Sin embargo, preso de la intriga, comenzo a olfatear como perro de aeropuerto por todos lados, pensando encontrar el origen del olor. A lo mejor era producto de algun pedazo de jamon o de pavo de un sandwich descuidado.
Sin embargo, dejo de lado esta hipotesis porque el olor no era a sangre de carniceria, no olia a muerto, olia a sangre dulce y caliente, como la que se siente en la boca cuando uno se chupa el dedo por una cortadura.
Pasaban las horas y el olor seguia, tan fuerte como siempre. El problema es que se habia establecido una guerra entre la sangre y el incienso de jazmin; entre la sangre y al aceite de las cocinas; entre la sangre y las perfumerias.
Un mano a mano que agredia los sentidos, generando una ola de vomitos y mareos entre los habitantes. No se sabia como solucionar este problema. El alcalde, con los ojos llenos de lagrimas, habia anunciado en un discurso por television que ya habian investigado palmo a palmo la ciudad en busca del origen sanguinoliento. El agua no estaba contaminada, los mataderos y los rellenos sanitarios no resgistraban nada fuera de los comun.
El gobierno decidio entonces declarar el estado de alerta maxima y se impuso el toque de queda a partir de las 7 de la noche. Galvan salio de la oficina a eso de las seis treinta. La cudad estaba casi desierta. Se tapo la boca con la solapa de la chaqueta y camino calle arriba.
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