Cuando se despertó, Galván vio un techo blanco inmaculado, sintió un olor a alcohol y la cabeza a medio dar vueltas.
Se sentía extrañamente liviano y débil a la vez. Sintió que algo halaba la piel de su mano: una aguja por donde era alimentado con suero.
¿Cuánto tiempo había pasado inconsciente? No lograba recordar cómo había ido a parar allí. Una enfermera entró, él trató de hablar pero no pudo musitar palabra. Ella, una joven bonita con el cabello recogido y coronada de una cofia que le daba un aire autoritario, le hizo un brusco "shut", indicándole luego, que el doctor vendría pronto a verlo.
Pasaron horas antes de que alguien le dirigiera la palabra; en la habitación otros pacientes yacían en sus camas. Yacían porque no se movían un ápice. Sólo de vez en cuando alguno gemía como de un dolor profundo.
El silencio de la habitación comunal fue interrumpido por el médico de turno. Cuando por fin procedió a examinar a Galván, este comenzó a toser. Le dieron un poco de agua con un pitillo y le informaron que a la mañana siguiente le darían de alta.
Al salir del hospital, temprano en la mañana, recordó que antes de caer en un profundo sueño, la ciudad había sido atacada por un olor a sangre cuyo origen nunca pudo explicarse. Consiguió algunos diarios viejos y puedo calcular que su inconciencia había durado un par de semanas, trece días más exactamente.
Al volver a su casa, sintió un acogimiento particular, como si los objetos dentro de su apartamento lo hubieran estado esperando.
Miró por la ventana y vio que la gente ya no usaba tapabocas, que la actividad había retomado y que la vida seguía su curso normal.
En realidad nunca se supo de dónde vino el olor a sangre, a pesar de las minuciosas pesquisas que pidió el gobierno. Lo que sí supo por los diarios es que el olor desapareció, coincidencialmente, el día en que encontraron el cuerpo sin vida de una mujer, dentro de un lujoso automóvil. Al parecer había sido un suicidio con gas.
Galván encontró que la coincidencia no más que un pretexto para exponer como carne las desgracias de otros. Los diarios, en su afán, iban siempre buscando el escándalo y alimentado el pensamiento mítico mágico de la población.
Sin embargo, se quedó frió cuando, consultando las páginas interiores, vio la foto de la muertita. Aunque no se le veía el rostro, el fotógrafo supo exaltar lo mejor de la difunta: sus piernas.
Esas largas extremidades que Galván conocía y que había recorrido tantas veces con sus manos, con sus ojos y con sus pensamientos más lujuriosos. Se sintió mareado y un poco vacío. Buscó en su nevera alguna cosa para pasar el mal rato. Sólo se pudo servir medio vaso de vino tinto. Luego, se acostó a dormir.
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