Después del baño no cruzaron palabra. Galván envolvió su cintura con una toalla y se puso su camisa de algodón de manga larga.
La señorita cajera le trajo un té caliente envuelta en una bata verde. Sólo cruzaban las miradas y bebían mientras escuchaban la música que pasaba en la radio. Era como si se conocieran de toda la vida. Pero no, en realidad sus soledades se habían encontrado.
Ninguno de los dos se animaba a romper el silencio. De pronto, la señorita cajera no pudo retener la risa y soltó una carcajada que rápidamente calló para no despertar a los demás.
-"Galván", le dijo sonriendo mientras le daba la mano. Ella contestó al mismo tiempo con el mismo gesto: "Irene".
Pero el silencio volvió y un aire de incomodidad se instaló en el pequeño estudio. Irene tomó la lámpara de pie y la dirigió hacia la pared roja. La habitación se llenó de luz acogedora que la señorita cajera aprovechó para sentarse sobre Galván mientras su bata caía por la espalda.
Le inspeccionó el rostro, le contó las arrugas y los lunares de la cara y descubrió el escondite de la cicatriz que le cubría el cabello. Le dio un beso y lo abrazó.
-"¡Irene. Irene!". Golpearon a la puerta.
Se ajustó la bata, se peinó y le hizo una seña a Galván para que se escondiera. El, de un salto, se metió bajo el sofá cama sin entender absolutamente nada.
Al abrir la puerta sintió un calor que le quemó la mejilla y le dejó un sabor a sangre en los labios.
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