Galván había decidido vivir en exilio de sí mismo. Un exilio que se impuso como una especie de castigo por el hecho de no poder ser feliz.
Había tratado de cambiar, de salir a la calle a caminar y ver el mundo con cara amable. Había tratado de reencontrarse con sus amigos, con aquellos que no no veía desde hacía ya tiempo, como Hugo. No lo veía desde el encuentro con Marina durante esa soirée que a pesar de todo le traía buenos recuerdos.
Se quería sentir como un hombre nuevo, con esperanzas, con ganas de hacer y de construir. Quería poder sonreir como uno de esos hombre de las publicidades de los bancos felices porque les dieron el préstamo.
Por eso, frente al espejo, como extricta rutina, se dijo que haría ejercicios de risa. Había oido que los gurús del tema dicen que no hay mejor remedio que sonreirle a las adversidades. Así que a las 8am en punto se paraba frente al espejo del baño y expezaba.
Sonrisa uno, sonrisa dos. No, más abierta. No, menos fija. Uhmm un tanto exagerada. Esto es imposible. Llevo dos semanas tratando y no veo los resultados, pensó.
Salió del baño y cerró la puerta con fuerza como quien quiere dejar atrás el pasado. El espejo de volvió trizas y cayó sobre el lavamanos. El ruido duró unos mminutos.
Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Sus mejillas estaban húmedas y las gotas caían hasta el piso haciendo un pequeño charco. Galván se sintió sólo y frustrado. Y sin fuerzas se acostó en su cama como un niño asustado, con las rodillas hasta el peño, mientras lloraba amargamente.
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