Galván se enteró de la muerte de Irene por un pequeño aviso en los epitafios de un periódico viejo. La noticia le impactó. Lo dejó mudo unos instantes mientras trataba de recordar la última vez que la había visto. En algún lugar de su memoria recordó una mañana en que su telefono timbraba con insistencia sin que él levantara el auricular. Tal vez fue ese día o quizás no. Miró la fecha del periódico con detenimiento. Era de hacía tres meses. Sintió una punzada en el estómago, como cuando se hace algo que está mal. Quiso culpabilizarse sin preguntar por los verdaderos motivos de su muerte. ¿Y si hubiera podido salvarla?
Galván nunca estuvo enamorado pero en su cabeza brillaban aún los destellos de su primera noche juntos, como dos seres en fuga.
No le gustaba saber que alguien de su entorno había muerto. Tenía pavor de sentir que la parca le pisaba los talones y que quizás su día y hora estaban cerca. Por eso quiso saber la verdad de lo que había ocurrido. Fue a la hamburguesería, donde conoció a Irene. Pidió unas papas y un jugo. Qué mezcla insulsa, mientras recordaba y hacía conjeturas.
Fue entonces cuando se dio cuenta que el muchacho de la caja lo miraba serio. Pero antes de que Galván se moviera, el muchacho se acercó a la mesa.
Yo pensé que lo veríamos por el cementerio, le dijo. Irene estaba loca por usted o al menos eso fue lo que me dijo un día que quise invitarla a salir. Pero no me soprendió su ausencia el día del entierro. La cosa no era mutua, ¿cierto?
Yo me enteré hace poco, le respondió Galván, sin entrar en discusión. Pero dígame ¿qué fue lo que pasó?
Irene tuvo un accidente. La atropelló un carro y estuvo varios días en el hospital.
¿Pero saben quién fue?
No. De todas maneras eso no fue lo que la mató. Irene se inyectó morfina y eso fue lo que la mató.
No hay comentarios:
Publicar un comentario