La ciudad estaba verde. Los árboles se habían cubierto la desnudez del invierno. En algunas calles, el olor de las flores daba una impresión de sublime. Ese olor suave le llenó los ojos de lágrimas a Galván. Recordó su casa de infancia. Las flores en el balcón y el olor de la lluvia en el patio.
Siguió caminando hasta la cafetería donde pidió un café doble. Luego tomó el bus hacia el norte de la ciudad.
Desde la época de Irene -ya habían pasado varios meses- Galván se inclinaba, como por naturaleza, a llevar una vida normal. El tiempo pasaba y él lo miraba, como quien contempla el causal de un río.
Dejó de hacerle reclamos a la vida, de culpar el destino y se quedó callado. Pero justo ese día decidió tomar el bus hacia el norte, más por inercia que por voluntad propia. Y sentado en una de las sillas, mirando sin mirar por la ventana, decidió bajarse. Reconocía la calle, los edificios. Esa familiaridad de la urbe lo despertó de su pasividad. Entró al edificio, tomó el ascensor y se dirigió sin más a la oficina de su antiguo jefe.
Corrales si a penas pronunció palabra. "Hombre, dichosos los ojos", le dijo.
Galván hizo una mueca de sonrisa y empezó a hablar. Su voz había cambiado, hablaba más rápido que de costumbre, con algunas pausas y sin dejar de jugar con un cortapapeles que sus dedos encontraron sobre el escritorio.
¿Por qué quería volver allí? ¿Por qué pedía un escritorio y un teléfono?
Corrales lo escuchó, sin interrumpirlo.
"Tú siempre has tenido tu puesto aquí. Dile a Anita, mi secretaria, que te muestre en dónde estás ubicado".
Se dieron la mano, Ignacio le dio incluso un palmada en el hombro, como quien celebra haber cerrado un negocio.
Galván salió y le dijo a la secretaria que le mostrara dónde instalarse, sin mirarla, mientras jugaba con el cortapapeles.
"Con mucho gusto, venga conmigo", le contestó.
Y fue en ese primer instante que Galván vio el par de piernas de Anita y la primera noche en la que pensaría en ellas antes de dormir.
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