Anita Cruz llega todos los días a su trabajo, pone su bolso en un cajón con llave que mantiene colgada del cuello, enciende su computador, toma su bloc de post-its y da un respiro profundo antes de empezar la jornada.
De inmediato comienza a escribir en los papelitos de colores los pendientes del día: amarillo para las llamadas, rosados para los correos, verdes para las cartas que faltan por redactar.
Sin embargo, desde hace dos semanas, un café con leche y un corazón de hojaldre la esperan al lado del teclado de su puesto. Siempre con una nota escrita en una esquela de esas de papelería de barrio.
Las cartas no tienen firma, ni tampoco son largas, solo rezan "Que tenga un buen día". Anita se toma el café, se come el corazón sin preguntarse de quién será la idea. El detalle de la esquela le parece cursi, sobre todo por las fotos de pájaros volando sobre un mar en pleno atardecer, o por una pareja besándose a contraluz que aparecen en una de las esquinas de la carta.
En los dos años que lleva trabajando con Corrales, varios hombres la han cortejado uno tras otro, en fila india. Pero ella los desinfla con agilidad. Una mirada fría, un gracias sin chispa. Nadie conoce su sonrisa y sin embargo Anita Cruz es considerada cordial y buena empleada, cumplidora y responsable y de las únicas almas jóvenes que saben de taquigrafía en esta época.
Parece que es soltera, comentan las de contaduría, porque no lleva argolla. O quizás es viuda, afirman otros, aunque es muy joven para serlo.
Galván no se hace ninguna de esas preguntas. A él le interesa saber cómo es Anita fuera de ese horario de oficina de 9 am a 5 pm, la música que escucha, la comida que más le gusta, lo que hace al llegar a la casa. La imagina quitándose los tacones a la entrada de un apartamento sencillo, moviendo en círculos el pie derecho luego el izquierdo para descansar. Safándose la blusa palo de rosa y recogiéndose el pelo negro liso hacia atrás.
La imagina con costumbres banales: encendiendo el televisor para ver el noticiero o escuchando la radio mientras prepara algo de comer. La imagina comiendo arroz directamente de la olla y la cuchara de palo, sirviéndose en un plato blanco y tomando jugo de maracuyá en un pocillo esmaltado.
Al terminar la cena, se desviste meticulosamente. Galván la ve rodando las medias veladas hacia los pies y sacudiéndolas para que retomen sur forma inicial; luego desabrochándose la falda, tendiéndola sobre el sofá de la sala y poniendo la blusa en un gancho, el mismo gancho, para el día siguiente.
Y así, sólo así, en medio de esos pensamientos Galván encontraba el sueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario