Galván no podía entender su actitud de adolescente enamorado. Un actitud que llegaba con lustros de retraso y que comenzaba a incomodarlo.
Al regresar de trabajar pasaba por la panadería a comprar un corazón de hojaldre. Se sentaba en el escritorio y sacaba de un cajón toda la parafernalia: el bloc de esquelas, los esferos y los sobres. Pasaba horas escribiendo sus notas, sacrificando horas de sueño. No ponía la cabeza en la almohada hasta que no estuviera contento de la nota, del tono, del tema del mensaje, de la caligrafía.
Desde que comenzó con la costumbre de enamorado dormía menos horas, sabía que debía llegar por lo menos quince minutos antes que Anita para no ser visto poniendo el café y el sobre. El gesto era calculado, tanto como el puesto estratégico que había encontrado para ver la reacción de la secretaria a escondidas.
Anita, a pesar de la insistencia de Galván, seguía aceptando el regalo con la misma frialdad. Ni siquiera un gesto de agrado, ni de intriga.En la cafetería, a la hora del almuerzo, los colegas de Galván hablaban de "gestito", como le decían, mientras sospechaban cada uno del otro de ser el autor del regalo diario.
Galván había escuchado un par de veces conversaciones sobre el "gestito", como lo llamaban los otros pretendientes, mientras sacaba un bloque de fotocopias. En esa charla decían que iban a hacer caer al responsable, que quedara al descubierto y peor, al ridículo frente a Anita.
Al día siguiente, Galván llegó a las nueve menos cuarto para dejar su mensaje de amor. Pero se llevó tremenda sorpresa. Había un enorme arreglo de flores sobre la mesa, de esos que llevan rosas, girasoles, adornados por cinta de agua color rosa. Sus colegas estaban frente al enorme ramo, con las manos en la cintura a la espera de Anita. Escondió pronto la esquela en el bolsillo del abrigo y comenzó a tomarse el café con leche a las malas, -odiaba la mezcla de cafeína y leche-, dirigiéndose a su escritorio.
Mientras, en la puerta del ascensor, Anita lo seguía con la mirada hasta perderlo de vista.
El Lente
lunes, 24 de septiembre de 2012
sábado, 9 de junio de 2012
Rutinas
Anita Cruz llega todos los días a su trabajo, pone su bolso en un cajón con llave que mantiene colgada del cuello, enciende su computador, toma su bloc de post-its y da un respiro profundo antes de empezar la jornada.
De inmediato comienza a escribir en los papelitos de colores los pendientes del día: amarillo para las llamadas, rosados para los correos, verdes para las cartas que faltan por redactar.
Sin embargo, desde hace dos semanas, un café con leche y un corazón de hojaldre la esperan al lado del teclado de su puesto. Siempre con una nota escrita en una esquela de esas de papelería de barrio.
Las cartas no tienen firma, ni tampoco son largas, solo rezan "Que tenga un buen día". Anita se toma el café, se come el corazón sin preguntarse de quién será la idea. El detalle de la esquela le parece cursi, sobre todo por las fotos de pájaros volando sobre un mar en pleno atardecer, o por una pareja besándose a contraluz que aparecen en una de las esquinas de la carta.
En los dos años que lleva trabajando con Corrales, varios hombres la han cortejado uno tras otro, en fila india. Pero ella los desinfla con agilidad. Una mirada fría, un gracias sin chispa. Nadie conoce su sonrisa y sin embargo Anita Cruz es considerada cordial y buena empleada, cumplidora y responsable y de las únicas almas jóvenes que saben de taquigrafía en esta época.
Parece que es soltera, comentan las de contaduría, porque no lleva argolla. O quizás es viuda, afirman otros, aunque es muy joven para serlo.
Galván no se hace ninguna de esas preguntas. A él le interesa saber cómo es Anita fuera de ese horario de oficina de 9 am a 5 pm, la música que escucha, la comida que más le gusta, lo que hace al llegar a la casa. La imagina quitándose los tacones a la entrada de un apartamento sencillo, moviendo en círculos el pie derecho luego el izquierdo para descansar. Safándose la blusa palo de rosa y recogiéndose el pelo negro liso hacia atrás.
La imagina con costumbres banales: encendiendo el televisor para ver el noticiero o escuchando la radio mientras prepara algo de comer. La imagina comiendo arroz directamente de la olla y la cuchara de palo, sirviéndose en un plato blanco y tomando jugo de maracuyá en un pocillo esmaltado.
Al terminar la cena, se desviste meticulosamente. Galván la ve rodando las medias veladas hacia los pies y sacudiéndolas para que retomen sur forma inicial; luego desabrochándose la falda, tendiéndola sobre el sofá de la sala y poniendo la blusa en un gancho, el mismo gancho, para el día siguiente.
Y así, sólo así, en medio de esos pensamientos Galván encontraba el sueño.
De inmediato comienza a escribir en los papelitos de colores los pendientes del día: amarillo para las llamadas, rosados para los correos, verdes para las cartas que faltan por redactar.
Sin embargo, desde hace dos semanas, un café con leche y un corazón de hojaldre la esperan al lado del teclado de su puesto. Siempre con una nota escrita en una esquela de esas de papelería de barrio.
Las cartas no tienen firma, ni tampoco son largas, solo rezan "Que tenga un buen día". Anita se toma el café, se come el corazón sin preguntarse de quién será la idea. El detalle de la esquela le parece cursi, sobre todo por las fotos de pájaros volando sobre un mar en pleno atardecer, o por una pareja besándose a contraluz que aparecen en una de las esquinas de la carta.
En los dos años que lleva trabajando con Corrales, varios hombres la han cortejado uno tras otro, en fila india. Pero ella los desinfla con agilidad. Una mirada fría, un gracias sin chispa. Nadie conoce su sonrisa y sin embargo Anita Cruz es considerada cordial y buena empleada, cumplidora y responsable y de las únicas almas jóvenes que saben de taquigrafía en esta época.
Parece que es soltera, comentan las de contaduría, porque no lleva argolla. O quizás es viuda, afirman otros, aunque es muy joven para serlo.
Galván no se hace ninguna de esas preguntas. A él le interesa saber cómo es Anita fuera de ese horario de oficina de 9 am a 5 pm, la música que escucha, la comida que más le gusta, lo que hace al llegar a la casa. La imagina quitándose los tacones a la entrada de un apartamento sencillo, moviendo en círculos el pie derecho luego el izquierdo para descansar. Safándose la blusa palo de rosa y recogiéndose el pelo negro liso hacia atrás.
La imagina con costumbres banales: encendiendo el televisor para ver el noticiero o escuchando la radio mientras prepara algo de comer. La imagina comiendo arroz directamente de la olla y la cuchara de palo, sirviéndose en un plato blanco y tomando jugo de maracuyá en un pocillo esmaltado.
Al terminar la cena, se desviste meticulosamente. Galván la ve rodando las medias veladas hacia los pies y sacudiéndolas para que retomen sur forma inicial; luego desabrochándose la falda, tendiéndola sobre el sofá de la sala y poniendo la blusa en un gancho, el mismo gancho, para el día siguiente.
Y así, sólo así, en medio de esos pensamientos Galván encontraba el sueño.
jueves, 7 de junio de 2012
Dichosos los ojos
La ciudad estaba verde. Los árboles se habían cubierto la desnudez del invierno. En algunas calles, el olor de las flores daba una impresión de sublime. Ese olor suave le llenó los ojos de lágrimas a Galván. Recordó su casa de infancia. Las flores en el balcón y el olor de la lluvia en el patio.
Siguió caminando hasta la cafetería donde pidió un café doble. Luego tomó el bus hacia el norte de la ciudad.
Desde la época de Irene -ya habían pasado varios meses- Galván se inclinaba, como por naturaleza, a llevar una vida normal. El tiempo pasaba y él lo miraba, como quien contempla el causal de un río.
Dejó de hacerle reclamos a la vida, de culpar el destino y se quedó callado. Pero justo ese día decidió tomar el bus hacia el norte, más por inercia que por voluntad propia. Y sentado en una de las sillas, mirando sin mirar por la ventana, decidió bajarse. Reconocía la calle, los edificios. Esa familiaridad de la urbe lo despertó de su pasividad. Entró al edificio, tomó el ascensor y se dirigió sin más a la oficina de su antiguo jefe.
Corrales si a penas pronunció palabra. "Hombre, dichosos los ojos", le dijo.
Galván hizo una mueca de sonrisa y empezó a hablar. Su voz había cambiado, hablaba más rápido que de costumbre, con algunas pausas y sin dejar de jugar con un cortapapeles que sus dedos encontraron sobre el escritorio.
¿Por qué quería volver allí? ¿Por qué pedía un escritorio y un teléfono?
Corrales lo escuchó, sin interrumpirlo.
"Tú siempre has tenido tu puesto aquí. Dile a Anita, mi secretaria, que te muestre en dónde estás ubicado".
Se dieron la mano, Ignacio le dio incluso un palmada en el hombro, como quien celebra haber cerrado un negocio.
Galván salió y le dijo a la secretaria que le mostrara dónde instalarse, sin mirarla, mientras jugaba con el cortapapeles.
"Con mucho gusto, venga conmigo", le contestó.
Y fue en ese primer instante que Galván vio el par de piernas de Anita y la primera noche en la que pensaría en ellas antes de dormir.
Siguió caminando hasta la cafetería donde pidió un café doble. Luego tomó el bus hacia el norte de la ciudad.
Desde la época de Irene -ya habían pasado varios meses- Galván se inclinaba, como por naturaleza, a llevar una vida normal. El tiempo pasaba y él lo miraba, como quien contempla el causal de un río.
Dejó de hacerle reclamos a la vida, de culpar el destino y se quedó callado. Pero justo ese día decidió tomar el bus hacia el norte, más por inercia que por voluntad propia. Y sentado en una de las sillas, mirando sin mirar por la ventana, decidió bajarse. Reconocía la calle, los edificios. Esa familiaridad de la urbe lo despertó de su pasividad. Entró al edificio, tomó el ascensor y se dirigió sin más a la oficina de su antiguo jefe.
Corrales si a penas pronunció palabra. "Hombre, dichosos los ojos", le dijo.
Galván hizo una mueca de sonrisa y empezó a hablar. Su voz había cambiado, hablaba más rápido que de costumbre, con algunas pausas y sin dejar de jugar con un cortapapeles que sus dedos encontraron sobre el escritorio.
¿Por qué quería volver allí? ¿Por qué pedía un escritorio y un teléfono?
Corrales lo escuchó, sin interrumpirlo.
"Tú siempre has tenido tu puesto aquí. Dile a Anita, mi secretaria, que te muestre en dónde estás ubicado".
Se dieron la mano, Ignacio le dio incluso un palmada en el hombro, como quien celebra haber cerrado un negocio.
Galván salió y le dijo a la secretaria que le mostrara dónde instalarse, sin mirarla, mientras jugaba con el cortapapeles.
"Con mucho gusto, venga conmigo", le contestó.
Y fue en ese primer instante que Galván vio el par de piernas de Anita y la primera noche en la que pensaría en ellas antes de dormir.
miércoles, 16 de noviembre de 2011
Hacer memoria
Galván se enteró de la muerte de Irene por un pequeño aviso en los epitafios de un periódico viejo. La noticia le impactó. Lo dejó mudo unos instantes mientras trataba de recordar la última vez que la había visto. En algún lugar de su memoria recordó una mañana en que su telefono timbraba con insistencia sin que él levantara el auricular. Tal vez fue ese día o quizás no. Miró la fecha del periódico con detenimiento. Era de hacía tres meses. Sintió una punzada en el estómago, como cuando se hace algo que está mal. Quiso culpabilizarse sin preguntar por los verdaderos motivos de su muerte. ¿Y si hubiera podido salvarla?
Galván nunca estuvo enamorado pero en su cabeza brillaban aún los destellos de su primera noche juntos, como dos seres en fuga.
No le gustaba saber que alguien de su entorno había muerto. Tenía pavor de sentir que la parca le pisaba los talones y que quizás su día y hora estaban cerca. Por eso quiso saber la verdad de lo que había ocurrido. Fue a la hamburguesería, donde conoció a Irene. Pidió unas papas y un jugo. Qué mezcla insulsa, mientras recordaba y hacía conjeturas.
Fue entonces cuando se dio cuenta que el muchacho de la caja lo miraba serio. Pero antes de que Galván se moviera, el muchacho se acercó a la mesa.
Yo pensé que lo veríamos por el cementerio, le dijo. Irene estaba loca por usted o al menos eso fue lo que me dijo un día que quise invitarla a salir. Pero no me soprendió su ausencia el día del entierro. La cosa no era mutua, ¿cierto?
Yo me enteré hace poco, le respondió Galván, sin entrar en discusión. Pero dígame ¿qué fue lo que pasó?
Irene tuvo un accidente. La atropelló un carro y estuvo varios días en el hospital.
¿Pero saben quién fue?
No. De todas maneras eso no fue lo que la mató. Irene se inyectó morfina y eso fue lo que la mató.
Galván nunca estuvo enamorado pero en su cabeza brillaban aún los destellos de su primera noche juntos, como dos seres en fuga.
No le gustaba saber que alguien de su entorno había muerto. Tenía pavor de sentir que la parca le pisaba los talones y que quizás su día y hora estaban cerca. Por eso quiso saber la verdad de lo que había ocurrido. Fue a la hamburguesería, donde conoció a Irene. Pidió unas papas y un jugo. Qué mezcla insulsa, mientras recordaba y hacía conjeturas.
Fue entonces cuando se dio cuenta que el muchacho de la caja lo miraba serio. Pero antes de que Galván se moviera, el muchacho se acercó a la mesa.
Yo pensé que lo veríamos por el cementerio, le dijo. Irene estaba loca por usted o al menos eso fue lo que me dijo un día que quise invitarla a salir. Pero no me soprendió su ausencia el día del entierro. La cosa no era mutua, ¿cierto?
Yo me enteré hace poco, le respondió Galván, sin entrar en discusión. Pero dígame ¿qué fue lo que pasó?
Irene tuvo un accidente. La atropelló un carro y estuvo varios días en el hospital.
¿Pero saben quién fue?
No. De todas maneras eso no fue lo que la mató. Irene se inyectó morfina y eso fue lo que la mató.
domingo, 5 de junio de 2011
Al despertar
El pasado se había borrado. Irene no recordaba ni cómo ni por qué estaba en un hospital, compartiendo habitación con cuatro otras personas. Gerónimo, asmático; Esperanza, en comienzos de demencia senil y "novia" de un tal Jorge a quien llamaba en sueños; Rosarito, suicida.
Le dolía mucho la pierna, a veces sentía como mil agujas punzándole la carne por dentro. Otras veces, el yeso le producía una piquiña que la hacía retorcerse en la cama. Sin embargo, Irene pasaba la mayor parte del tiempo, inmóvil, casi como pasmada. No pronunciaba palabra y ni siquiera se esforzaba en comer. Una enfermera, viéndola en ese estado sea piadó de ella. A penas podía, venía a darle de comer. Irene se resistió las primeras veces pero luego cedió, seducida por las historias que le contaba.
Nadie había venido a visitarla. Tampoco a sus compañeros de habitación. Poco a poco fue acostmbrándose a su cama, a las noches de poco sueño, escuchando a Rosarito delirar sobre una ciudad bombardeada.
Una mañana el médico que la había atendido el dia de su accidente, vino a verla. Le hizo un chequeo rutinario y se sentó a penas sobre el borde de la cama. Tomo un respiración y le dijo que le habían operado la pierna para tratar de arreglar el fémur roto en dos partes.
Sin embargo, era posible que ya no caminara como antes y que, de recuerdo, le quedara un ligera cojera. Irene sonrió levemente, con ese gesto irónico que quiere decir que los males nunca llegan solos.
El doctor siguió hablándole de terapias que podían contrarestar este defecto, de cómo podría darle una dirección para consultar ortopedistas muy buenos y zapateros que le pusieran a sus zapatos una tapa de unos centimetros de más para desaparecer el imperfecto.
A Irene no le importaba. Acababa de recordar que el día de su accidente lo único que quería era hablar con Galván. Escuchar esa voz así fuera para insultarla pero por lo menos que no la dejara en ese purgatorio de almas enamoradas a la vana espera de una respuesta.
Por eso Irene tomo la decisión más clara de su vida: terminar con ella de una vez por todas.
Le dolía mucho la pierna, a veces sentía como mil agujas punzándole la carne por dentro. Otras veces, el yeso le producía una piquiña que la hacía retorcerse en la cama. Sin embargo, Irene pasaba la mayor parte del tiempo, inmóvil, casi como pasmada. No pronunciaba palabra y ni siquiera se esforzaba en comer. Una enfermera, viéndola en ese estado sea piadó de ella. A penas podía, venía a darle de comer. Irene se resistió las primeras veces pero luego cedió, seducida por las historias que le contaba.
Nadie había venido a visitarla. Tampoco a sus compañeros de habitación. Poco a poco fue acostmbrándose a su cama, a las noches de poco sueño, escuchando a Rosarito delirar sobre una ciudad bombardeada.
Una mañana el médico que la había atendido el dia de su accidente, vino a verla. Le hizo un chequeo rutinario y se sentó a penas sobre el borde de la cama. Tomo un respiración y le dijo que le habían operado la pierna para tratar de arreglar el fémur roto en dos partes.
Sin embargo, era posible que ya no caminara como antes y que, de recuerdo, le quedara un ligera cojera. Irene sonrió levemente, con ese gesto irónico que quiere decir que los males nunca llegan solos.
El doctor siguió hablándole de terapias que podían contrarestar este defecto, de cómo podría darle una dirección para consultar ortopedistas muy buenos y zapateros que le pusieran a sus zapatos una tapa de unos centimetros de más para desaparecer el imperfecto.
A Irene no le importaba. Acababa de recordar que el día de su accidente lo único que quería era hablar con Galván. Escuchar esa voz así fuera para insultarla pero por lo menos que no la dejara en ese purgatorio de almas enamoradas a la vana espera de una respuesta.
Por eso Irene tomo la decisión más clara de su vida: terminar con ella de una vez por todas.
domingo, 6 de febrero de 2011
Sordera
El teléfono había empezado a sonar desde las 5 am. Galván se rehusaba a contestar. Las primeras veces le daba golpes al teléfono, luego le puso una almohada luchando por no despertarse. Hasta que el timbre lo sacó de quicio. Entonces se incorporó, movió la mesa de noche de un empujón y arrancó el cable del telefono.
A Irene ya se le había hecho tarde y no le quedaban más monedas para el teléfono. Había marcado con una insistencia feroz. Pero nadie le contestó. Abrió la puerta de la cabina y se envolvió en su abrigo de lana.
Una capa blanca cubría la ciudad en las primeras horas de la mañana. Poco a poco se apagaban las luces de los edificios para dar paso al bullicio de la jornada laboral. Irene tomó el primer bus que vio, le pagó al chofer. Se dijo que un paseo corto le podría cambiar las ideas mirando por la ventana y al mismo tiempo la protegería del frio. Sólo regresando de sus pensamientos se dio cuenta de que el bus iba lleno y que su paseo sería de pie.
Se le aguaron los ojos. ¡Hacía tanto que nada le salía bien! Llevaba años de frustraciones acumuladas, de promesas que cada mes se hacía para darle un giro a su vida, para respirar un nuevo aire, para hacer aquello que había soñado. Aunque siempre en vano.
Su trabajo la agotaba. Llevaba más de seis meses sirviendo comida rapida, dando su mejor sonrisa a cada cliente y tratando de ocultar las nauseas que le provocaba cada plato. Quizás con el tiempo, ahorrando e imponiéndose metas claras podría mejorar la situación. Pero no, estaba desesperada, ¿cuánto tiempo pasaria en ese trabajo? Renunciar no era la mejor opcion, ¿qué otro trabajo podría conseguir?, por ahora nada. Tenía que aguantar.
Pidió bajarse del bus, se sintió apretujada y el olor a cigarrillo del pasajero vecino la había rebotado. Se bajó de afán. El aire fresco le tocó la cara. Ahora veía las nubes, y los pequeños claros azules de cielo, mientras escuchaba su respiración. Depronto vio la cara de una mujer que gritaba, se le veía angustiada pero Irene no la escuchaba. Trato de moverse y vio el bumper de un carro blanco sumido, su billetera y uno de sus zapatos unos metros más lejos.
Fue entonces cuando empezó a gritar porque no escuchaba nada, porque nadie la escuchaba. Se sentó y trato de correr pero un dolor intenso en su pierna izquierda la hizo gritar mís fuerte. Irene lloraba y gritaba mientras veia sus manos pintadas de rojo sangre.
A Irene ya se le había hecho tarde y no le quedaban más monedas para el teléfono. Había marcado con una insistencia feroz. Pero nadie le contestó. Abrió la puerta de la cabina y se envolvió en su abrigo de lana.
Una capa blanca cubría la ciudad en las primeras horas de la mañana. Poco a poco se apagaban las luces de los edificios para dar paso al bullicio de la jornada laboral. Irene tomó el primer bus que vio, le pagó al chofer. Se dijo que un paseo corto le podría cambiar las ideas mirando por la ventana y al mismo tiempo la protegería del frio. Sólo regresando de sus pensamientos se dio cuenta de que el bus iba lleno y que su paseo sería de pie.
Se le aguaron los ojos. ¡Hacía tanto que nada le salía bien! Llevaba años de frustraciones acumuladas, de promesas que cada mes se hacía para darle un giro a su vida, para respirar un nuevo aire, para hacer aquello que había soñado. Aunque siempre en vano.
Su trabajo la agotaba. Llevaba más de seis meses sirviendo comida rapida, dando su mejor sonrisa a cada cliente y tratando de ocultar las nauseas que le provocaba cada plato. Quizás con el tiempo, ahorrando e imponiéndose metas claras podría mejorar la situación. Pero no, estaba desesperada, ¿cuánto tiempo pasaria en ese trabajo? Renunciar no era la mejor opcion, ¿qué otro trabajo podría conseguir?, por ahora nada. Tenía que aguantar.
Pidió bajarse del bus, se sintió apretujada y el olor a cigarrillo del pasajero vecino la había rebotado. Se bajó de afán. El aire fresco le tocó la cara. Ahora veía las nubes, y los pequeños claros azules de cielo, mientras escuchaba su respiración. Depronto vio la cara de una mujer que gritaba, se le veía angustiada pero Irene no la escuchaba. Trato de moverse y vio el bumper de un carro blanco sumido, su billetera y uno de sus zapatos unos metros más lejos.
Fue entonces cuando empezó a gritar porque no escuchaba nada, porque nadie la escuchaba. Se sentó y trato de correr pero un dolor intenso en su pierna izquierda la hizo gritar mís fuerte. Irene lloraba y gritaba mientras veia sus manos pintadas de rojo sangre.
martes, 9 de noviembre de 2010
La sazón
Irene nunca había sido feliz. Desde pequeña supo que nunca podría serlo porque nada la llenaba. Muy rara vez se sentía contenta con el resultado de algún esfuerzo. Los demás podían decirle que estaba bien, incluso gritarle vivas, pero para ella, no era suficiente.
Así la habían criado, con ese malestar interno que ahora en su adultez se había hecho más visible. Ahora con los años la insatisfacción había cambiado. Era un odio hacia los demás y la frustración de no poder tener la vida que había soñado. ¿Cuál vida? ¿Cómo la imaginaba?
Cuando Irene tenía 5 años supo que quería ser chef. Sin embargo, esperó hasta los 8 años para comunicarle su deseo a sus padres. Pasaba horas en la cocina, ayudándole a su mamá, que le permitía pelar las papas para la sopa. Al principio las pelaba mal, la mitad de la papa se iba con la cáscara. Su mamá se reía de su torpeza y le decía que continuara. "Un día de estos de tanto practicar, vas a poder pelar la papa de un solo tiro", le decía.
Sí, eso era lo que ella quería, poder pelar las papas como una profesional, como lo hacía su abuela. Pero Fermina, su abuela materna, la sacó de tantos ensueños. Un día que los papás no estaban, la abuela aprovechó y le dejó muy en claro que ni soñara con cocinar. "Tú no tienes sazón".
Irene se despertó de los recuerdos a los que el golpe la había devuelto. Cerró la puerta, tratando de detener la sangre que le brotaba de un labio. Sentía la boca caliente que se hinchaba. Se fue corriendo hasta el baño y se lavó la cara. El agua ensangrentada le produjo tanto asco que las náuseas no se hicieron esperar.
Se secó la cara, fue hasta la cocina y llenó un guante de baño con hielo. Galván no había osado pronunciar palabra. Había seguido el hilo: los golpes en la puerta, la voz de hombre llamando a Irene, otro golpe y luego un silencio. Y sólo hasta ahora, con ella de pie frente a él poniéndose frío sobre la boca, se preguntó qué carajos había pasado.
En medio de las divagaciones, Irene se acercó, se quitó la bata. Galván la besó y sintió unos labios helados que le refrescaban la boca.
Así la habían criado, con ese malestar interno que ahora en su adultez se había hecho más visible. Ahora con los años la insatisfacción había cambiado. Era un odio hacia los demás y la frustración de no poder tener la vida que había soñado. ¿Cuál vida? ¿Cómo la imaginaba?
Cuando Irene tenía 5 años supo que quería ser chef. Sin embargo, esperó hasta los 8 años para comunicarle su deseo a sus padres. Pasaba horas en la cocina, ayudándole a su mamá, que le permitía pelar las papas para la sopa. Al principio las pelaba mal, la mitad de la papa se iba con la cáscara. Su mamá se reía de su torpeza y le decía que continuara. "Un día de estos de tanto practicar, vas a poder pelar la papa de un solo tiro", le decía.
Sí, eso era lo que ella quería, poder pelar las papas como una profesional, como lo hacía su abuela. Pero Fermina, su abuela materna, la sacó de tantos ensueños. Un día que los papás no estaban, la abuela aprovechó y le dejó muy en claro que ni soñara con cocinar. "Tú no tienes sazón".
Irene se despertó de los recuerdos a los que el golpe la había devuelto. Cerró la puerta, tratando de detener la sangre que le brotaba de un labio. Sentía la boca caliente que se hinchaba. Se fue corriendo hasta el baño y se lavó la cara. El agua ensangrentada le produjo tanto asco que las náuseas no se hicieron esperar.
Se secó la cara, fue hasta la cocina y llenó un guante de baño con hielo. Galván no había osado pronunciar palabra. Había seguido el hilo: los golpes en la puerta, la voz de hombre llamando a Irene, otro golpe y luego un silencio. Y sólo hasta ahora, con ella de pie frente a él poniéndose frío sobre la boca, se preguntó qué carajos había pasado.
En medio de las divagaciones, Irene se acercó, se quitó la bata. Galván la besó y sintió unos labios helados que le refrescaban la boca.
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